La tecnología nos ha alejado completamente de nuestras raíces. Me contemplo a mí misma en el pasado (no tan completamente alejado) y veo a los chicos de hoy día, hasta como seres de distintas especies. Nuestras infancias estaban rodeadas de mitos, leyendas y cuentos de distintas culturas, seres mágicos nos rodeaban por doquier, los veíamos bailar a escasos metros de nosotros, podíamos tocarlos, hablarles, interactuar. Hoy esos personajes no sólo que ya desaparecieron del inconciente popular de la gente de la urbe, los niños no sólo no creen en ellos, directamente ni se los imaginan, sólo saben de series importadas de Estados Unidos, manejar sitios de Internet casi mejor que uno, toda la nueva colección de juguetes de la cadena de comidas rápidas. Y yo digo, ¿Y las raíces? ¿Y lo nativo, lo que nos acerca al pasto, al barro? ¿Lo que nos constituye como seres espirituales, la imaginación, el acervo cultural? ¿Dónde habrá quedado? ¿Será bueno, será “evolucionado” que los niños de hoy día anden por otros caminos y no por lo que conocíamos?
Por eso vengo a rescatar esas historias de mi infancia, y un poquito más atrás, de la infancia de la generación de mis viejos.
EL MONTE.
EL MONTE era aquel sitio mágico donde cualquier cosa podía llegar a pasar. Lo ubico como el nodo de toda la historia, el punto crucial de la infancia de mis viejos, la encrucijada. El monte era un lugar poblado de árboles, inmenso, de muchas hectáreas, un monte natural, con un arroyo cruzando en medio, el árbol más característico era el ombú.
Cada recuerdo de su infancia se remite al monte, y de paso a la mía también, eran las historias que me alimentaron, cuando no había nada, nada de nada, sólo frío, inviernos duros, veranos calurosos en donde los niños corríamos descalzos por el asfalto hasta quedar carbonizados. Sí, yo era NEGRA, como los chicos que vivían debajo del asfalto. Pero las historias nos mantenían confortables. No nos importaba el frío, el sol, las inclemencias del tiempo, de la economía y de la sociedad. En casa había historias, música e historias, y era suficiente.
En fin, el Monte era el escenario de todas esos cuentos. Papá contaba que se internaban en él, días enteros. Que hacían prendas con los pibes de la banda, como poner un pañuelo en algún árbol, y entrar de noche a sacarlo. Quedarse una noche entera allí, en la más completa oscuridad, como símbolo de valentía, de hombría. Y una noche, el Monte ofició de Salamanca cuando, mi tío el Marcos entró en el Monte con su guitarra y al otro día volvió tocando como los dioses. Que su guitarra no la destemplaba nadie. Que afinaba de oído cualquier instrumento a partir de allí.
Vega fue el apellido con el que el gaucho Santos firmó el contrato con el diablo. Santos Vega firmó, sangrante y desnudo, en lo más profundo de la Salamanca. Y con esa firma vendió su alma. A cambio, Mandinga le iba a cumplir su deseo de ser cantor famoso, artista grande.
Santos Vega, Iris Rivera, “Mitos y leyendas de la Argentina”.
Mi tío el Marcos tocaba como los dioses. Cuando otro tío me cuenta la historia, me dice “Tu tío Marcos, ése sí que sabe tocar”, “Nos quedábamos en el casco de la estancia hasta la madrugada, hasta que no dábamos más”.
Lo cierto es que mi tío Marcos pasó por otros lados. Dicen que movía los vasos con su mirada. Que un día lo llevaron al curandero y éste le hixo ver un campo de batalla, donde dos jinetes en sus respectivos corceles combatían. Que uno era negro y el otro era blanco, y que le preguntaban quién ganaba. Mi tío dijo que era el blanco y el curandero le dijo, “Tenés que dedicar tu vida a Dios”.
Así que aquel conjuro luego se deshizo, y el tío Marcos jamás volvió a tocar su rockanrol. Sólo tocó para Dios.
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