sábado, 5 de abril de 2014

Vestigios



Black, white, black, white, black, white...






Ella venía caminando por la vida, tropezando sobre los escombros que le había dejado.
Vestía de negro y rojo furioso. Su paso era ágil, firme, y así iba andando hasta que sintió una energía sobre sí. A lo largo de su vida esas energías se fueron repitiendo. (Una decena de veces, más o menos, pero fueron las energías más fuertes y lindas que percibió.)

Una energía que se tradujo en mirada. Ella tenía ganas de saber quién, cómo, por qué, pero también sabía que  todas las respuestas estaban en aquella mirada. Y que a partir de entonces, todas las respuestas a las demás preguntas que surgirían de ese momento en adelante, estarían concentradas allí. En esa mirada. Y por qué no, en esa sonrisa, una sucursal de su mirada. Qué más? Su terrible perfil recortándose a través de la tenue iluminación de la luna. Su porte galante, gentil, esbelto. 
Ella ya lo conocía de antes. No sabía de cuánto antes, en realidad, pero ya sabía de su existencia. Y haberlo encontrado en su camino no había sido ninguna casualidad. El destino ya estaba marcado, y escrito para los dos, así lo había dicho Cupido. 

Black, white, black, white, black, white...
No lo volvió a ver como por medio año, pero no dejó de pensarlo, quizá él tampoco la dejó de pensar. Y un día se produjo el encuentro, casi casual para ellos, casi planeado por el destino. 
Se cruzaron sus sonrisas y sus nerviosismos, su pasión y su amor recíproco. Porque ellos sabían que se correspondían, pero que ningún amor correspondido y llevado a cabo es eterno. Y elaboraron un plan, un plan inconsciente y siniestro: amarse y odiarse por partes iguales. El odio era el elemento alquímico y secreto para conservar el amor para siempre. Así que tiraron las cartas, y sembraron una buena dosis de odio, y se fueron. Bien lejos, cada uno a un extremo de la Tierra. 

Black, white, black, white, black, white...
Pasó mucho tiempo, quizás siglos, y ellos por un momento olvidaron su pacto. O quizá lo guardaron tan bien que no lo tenían en cuenta. Hasta que un día el reloj dijo que ya era hora y activó los mecanismos para que ellos se volvieran a encontrar. Una aurora boreal los trajo de vuelta, los enfrentó, ella volvió a ver su perfil, pero algo había cambiado...él ya no tenía la misma mirada ni la misma sonrisa...el tiempo les había jugado una mala pasada...un carta mal tirada, un croupier con un ataque de hipo que dejó entrever la carta mientras las servía. 
Pero a ellos no le importó demasiado aquel traspié, e hicieron como si nada hubiera pasado. Al fin y al cabo, ellos no eran contrincantes y la partida ya estaba arreglada de antemano. 
Y terminaron una noche cálida de verano mirándose a los ojos y diciéndose: “No voy a dejar que suceda...”
“No...voy a dejar que suceda...no otra vez...”

Esta vez pactaron que ya ni el tiempo ni el cielo ni dios ni el demonio les arrebataría ese infinito de miradas, caricias, secretos a la luz de la luna, sobre sus miedos, sus pasiones y su futuro, y se alejaron otra vez, mandándose cada tanto una señal. Saben perfectamente que hasta el fin del los tiempos ellos estarán juntos y en el más allá también seguirán estando. Porque...porque...

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