Mañana de sol, bajo por el ascensor.
Claro, él porque estaba parando en un edificio. Acá en el suburbio no había edificios. Teníamos la mañana de sol pero no el ascensor. A lo SUMO una escalera.
Podíamos escaparnos a la mañana a buscar refugio en cualquier lugar. El mayor éxtasis de esa década era que podías encontrar un refugio donde esconderte por un rato. La casa de alguien, algún buen hueco de la estación. Calles de tierra, arboledas. Él tenía un subsuelo, nosotros los túneles de la estación de Mármol. Hubo uno en la de Calzada, una vez. Sergio fue el encargado de traernos el designio. No sé de dónde sacó él toda esa música, pronto lo voy a averiguar. La cuestión que nos instruyó cual Maestro Yoda en toda la música de esas dos décadas.
Hacía unos años que el Abasto había cerrado y Luca decidió retratar todos esos sentimientos aglutinados, como una estenopeica, en esa maravillosa canción. Nos separaban varios kilómetros y un riachuelo, pero el sentir y el decir eran los mismos. También teníamos nuestro pequeño Mercado de Abasto, y los tomates podridos, el Caimán triste y vacío, el bar de Quiroga. Unos años más pasaron pero la brisa seguía emanando la misma melancolía, pero con cierta afabilidad. Porque si bien era triste, era una tristeza disfrutable, agradable, placentera. Siempre con un buen escondite a mano, eso sí.
El día se transformaba en noche y en eso llegaba el Tano. No se podía creer lo que allí se escuchaba. Como un brujo precedía aquella sesión de almas solitarias, embrolladas, ensimismadas. Los más chicos nos quedábamos hasta la madrugada con la radio debajo de las sábanas, escondidos, escuchando y aprendiendo acerca del mundo de los grandes (o de la otra generación, una década de diferencia). Los hermanos mayores, los que pasaron por la época del proceso, la guerra de Malvinas, la vuelta de la democracia. El post todo: post punk, new wave, la época de los peinados raros en punta, con jabón común, de los pelados y peladas, las camisas de cuadrillé y las chaquetas de cuero, todas cosas que admiraba siendo muy pequeña y me quedaba observando atentamente camino al colegio.
Ambos programas gravitaban en un eje: la comunicación. Sea como sea, la comunicación era cónclave, epicentro de reunión. La comunicación se daba, buscaba se camino, se habría paso entre los escollos, entre campos minados. Las almas encontraban su sosiego allí, hablando, diciendo, dejándose ver, despojándose de prejuicios, de las ataduras que tanto duelen. (Duelen más que cualquier tortura física).
Amaba todo aquella dinámica, con una locura desmesurada, al llegar al punto de pasar prácticamente las 24 hs con la radio encendida. Pasábamos mensajes y conocíamos a los demás a través de este espacio.
Es increíble como veinte años después, me encuentro con un amigo que vivía en otra localidad y me cuenta la misma vivencia, que se quedaba escuchando la radio toda la madrugada y hablar del programa al día siguiente en la escuela. (Me conocías? Cómo sabías que hacía eso? No tenía idea de que existieses en esa época!!)
No importa, no importa el tiempo ni el espacio, los tomates podridos siguen estando ahí, el tipo con la botella de Resero, vos, yo, y el Tano que vuelve, que se reinventa de sus propias cenizas para seguir con el designio que se le otorgó, el de la comunicación, el de conectar, de levantar los filtros, desatar las amarrar, tirar lastre, y como hace veinte años, sigo amando todo eso, y sigue siendo mi eje, el de la comunicación, y lo que me mantiene despierta, lúcida, en estado de alerta. Gracias por tanto.