Sigo con la catarsis.
Una vez conocí a alguien que creía ser dios. En realidad, era un dios. Pero un dios vacuo, con los ojos hundidos, un dios de barro, un dios que no podía crear ni siquiera un soplido. Era un dios triste, pobre, predecible, romo.
Sus palabras eran tangibles, espúrias, sin sentido, sin argumento. Todo su ser estaba inmerso en la nada y nunca iba a poder escapar de su destino.
Ese dios creía que podía tener víctimas en la palma de su mano, pero lo que en realidad no sabía era que, aquellas víctimas tenían suficientes recursos para hacerle creer su estado cuando en realidad no eran tal.
Un dios que más que miedo, daba risa. Porque él se creía más dios que todos los dioses del Olimpo, pero no se daba cuenta lo ridículo que se le veía de afuera, lo chistoso que se mostraba.
Daba gracia tanta futilidad. Un dios de la nada. Un dios sin ton ni son. Sin reino, sin corona, sin caballo y sin apero.
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