lunes, 30 de marzo de 2015

Cortocircuito


Por Lisa Lain
La marquesina anunciaba el show de aquella noche a todo color. “Almas Anodinas”.
Aunque era ya la medianoche, la ciudad estaba iluminada como si fuera pleno día, la gente paseaba sin más, invadiendo las calles, riendo, conversando sobre cualquier vanidad.
Ella había llegado hacía poco tiempo, de un pueblo mucho menos ruidoso, y este panorama la sorprendió un poco. Caminaba casi con la boca abierta, envuelta en un vestido color crema al cuerpo, largo, larguísimo que se arrastraba por el suelo. Sacó el panfleto de su cartera, que le había dado un muchacho por la mañana, comprobó la dirección y asintió con la cabeza... “Aquí es”.
Le causaba mucho vértigo y emoción saberse en una ciudad extraña a la suya, donde no conocía a nadie, donde ninguna cara le resultara familiar, una perfecta anónima; nadie conocía su nombre, su vida, su pasado, lo que sentía.
Pagó la entrada e ingresó al lugar. Adentro estaba todo sumido en una penumbra extraña, la gente iba y venía de la barra al centro del local, se chocaban, reían, simulaban pasos de baile.
Ella se acomodó en la mesa de adelante, que estaba vacía. Y esperó. Se hicieron bastante largos los minutos. El presentador indicó el comienzo, y sobre el escenario se encendieron las luces púrpuras. La orquesta comenzó a sonar. Y de repente apareció él. Su porte era solemne. Impecablemente vestido con un traje marrón oscuro, con rayas negras y pañuelo carmín al cuello. Camisa blanca, zapatos relucientes. Y todo completaba aquel cuadro un chambergo de fieltro marrón oscuro al tono, con una franja negra, cubriéndole la mitad de la cara, cosa que resultaba invisible. Se veía en el escenario su cara difuminada como con lápiz negro, tan sólo una sombra. Su boca se acercó al micrófono Shure Super 55 y su voz comenzó a recorrer cada espacio del recinto, era dura, recia, pero con matices de terciopelo.
Las canciones hablaban de amores y desamores, viajes y cuestiones existenciales, temas que no llamaban demasiado su atención, mientras jugaba con su copa distraídamente.
De repente él comenzó a cantar:
“Alma que me has buscado,
Entre las cantinas
De esta endemoniada ciudad
Puedes al fin descansar
Porque me has encontrado”
Ella sintió que arrobó su alma repentinamente.
¿Cómo? ¿Le estaba hablando a ella? Comenzó a deslizarse sobre su asiento y a mirar solapadamente hacia los costados. Sintió que la sangre le subía a la cara y comenzaba a quemarle. Intentó mirarlo a los ojos, y sólo consiguió ver su sombra detrás del sombrero, el cabello, las luces mortecinas, la oscuridad de la sala.
¿Cómo podría averiguarlo?
Dejó la copa en su lugar y comenzó un juego desafiante con la mirada. A pesar de que nada podía ver tras tanta parafernalia. Quería saber quién era, de dónde era, qué tenía adentro de su corazón.
Estuvo bastantes minutos en esa posición, y cuando creyó que la tarea resultaba del todo inútil, el artista se deslizó hacia el centro del escenario, un haz de luz cayó sobre su cara, se levantó con la mano el sombrero a modo de saludo y ahí ella pudo ver sus ojos verdes de lince, su mirada felina que la traspasó de lado a lado.
Sintió que esa mirada estaba en cortocircuito. Se cruzaron un par de segundos, él le dedicó una mueca con su media sonrisa, y desapareció tras bambalinas. 
Todo terminó como en un sueño, las luces se encendieron, la música funcional la aturdió de repente, se levantó rápido y comenzó a caminar hacia la calle. Una vez afuera, confundida, caminó sin rumbo. Se quedó pensando si alguna vez lo volvería a ver, tal vez en el mismo concert, o quizás en algún otro. Nada más se sentó en el umbral de una puerta y se quedó soñando despierta con esos faroles esmeralda, que le iluminaban el corazón, mientras la lluvia comenzaba a caer tímidamente sobre la inmensa ciudad que parecía devorarla.

viernes, 27 de marzo de 2015

Mañana de sol, bajo por el ascensor.

Mañana de sol, bajo por el ascensor.
Claro, él porque estaba parando en un edificio. Acá en el suburbio no había edificios. Teníamos la mañana de sol pero no el ascensor. A lo SUMO una escalera.
Podíamos escaparnos a la mañana a buscar refugio en cualquier lugar. El mayor éxtasis de esa década era que podías encontrar un refugio donde esconderte por un rato. La casa de alguien, algún buen hueco de la estación. Calles de tierra, arboledas. Él tenía un subsuelo, nosotros los túneles de la estación de Mármol. Hubo uno en la de Calzada, una vez. Sergio fue el encargado de traernos el designio. No sé de dónde sacó él toda esa música, pronto lo voy a averiguar. La cuestión que nos instruyó cual Maestro Yoda en toda la música de esas dos décadas.
Hacía unos años que el Abasto había cerrado y Luca decidió retratar todos esos sentimientos aglutinados, como una estenopeica, en esa maravillosa canción. Nos separaban varios kilómetros y un riachuelo, pero el sentir y el decir eran los mismos. También teníamos nuestro pequeño Mercado de Abasto, y los tomates podridos, el Caimán triste y vacío, el bar de Quiroga. Unos años más pasaron pero la brisa seguía emanando la misma melancolía, pero con cierta afabilidad. Porque si bien era triste, era una tristeza disfrutable, agradable, placentera. Siempre con un buen escondite a mano, eso sí.
El día se transformaba en noche y en eso llegaba el Tano. No se podía creer lo que allí se escuchaba. Como un brujo precedía aquella sesión de almas solitarias, embrolladas, ensimismadas. Los más chicos nos quedábamos hasta la madrugada con la radio debajo de las sábanas, escondidos, escuchando y aprendiendo acerca del mundo de los grandes (o de la otra generación, una década de diferencia). Los hermanos mayores, los que pasaron por la época del proceso, la guerra de Malvinas, la vuelta de la democracia. El post todo: post punk, new wave, la época de los peinados raros en punta, con jabón común, de los pelados y peladas, las camisas de cuadrillé y las chaquetas de cuero, todas cosas que admiraba siendo muy pequeña y me quedaba observando atentamente camino al colegio.
Ambos programas gravitaban en un eje: la comunicación. Sea como sea, la comunicación era cónclave, epicentro de reunión. La comunicación se daba, buscaba se camino, se habría paso entre los escollos, entre campos minados. Las almas encontraban su sosiego allí, hablando, diciendo, dejándose ver, despojándose de prejuicios, de las ataduras que tanto duelen. (Duelen más que cualquier tortura física).
Amaba todo aquella dinámica, con una locura desmesurada, al llegar al punto de pasar prácticamente  las 24 hs con la radio encendida. Pasábamos mensajes y conocíamos a los demás a través de este espacio.
Es increíble como veinte años después, me encuentro con un amigo que vivía en otra localidad y me cuenta la misma vivencia, que se quedaba escuchando la radio toda la madrugada y hablar del programa al día siguiente en la escuela. (Me conocías? Cómo sabías que hacía eso? No tenía idea de que existieses en esa época!!)
No importa, no importa el tiempo ni el espacio, los tomates podridos siguen estando ahí, el tipo con la botella de Resero, vos, yo, y el Tano que vuelve, que se reinventa de sus propias cenizas para seguir con el designio que se le otorgó, el de la comunicación, el de conectar, de levantar los filtros, desatar las amarrar, tirar lastre, y como hace veinte años, sigo amando todo eso, y sigue siendo mi eje, el de la comunicación, y lo que me mantiene despierta, lúcida, en estado de alerta. Gracias por tanto.